domingo, 6 de enero de 2013



ORAR BAJO CIELOS ABIERTOS

En el libro de Isaías encontramos una de las oraciones de intercesión más extraordinarias de la Biblia, cuando el profeta clama a Dios con estas palabras: “¡Si rasgaras los cielos y descendieras y ante tu presencia se derritieran los montes como fuego abrasador de fundiciones, fuego que hace hervir las aguas! Así harías notorio tu nombre a tus enemigos y las naciones temblarían ante tu presencia!” (Isaías 64:1-2).
Isaías clamaba a Dios para que abriera los cielos y se revelara a sí mismo al mundo para que el mundo le viera tal y como Isaías le había visto. Sus palabras están llenas de pasión.
Dentro del corazón de cada persona que desea conocer a Dios de forma personal y encontrarse con él, hay un anhelo profundo. Este anhelo que impregna las palabras del profeta también reside en lo más profundo de nuestro ser y no hace nada más que reflejar el hecho de que el hombre fue, en su principio, creado en la imagen de Dios y con la capacidad de conocerle y experimentarlo personalmente.
El hombre que fue diseñado para vivir una relación estrecha y directa con Dios, de repente fue separado de Aquél con quien estaba destinado a caminar en perfecta armonía durante toda la eternidad. Por causa del pecado de Adán se levantó una barrera que divide los dos mundos, el natural y el sobrenatural, separando el mundo físico de la humanidad caída de las regiones espirituales llenas de la plenitud de la presencia, del poder y de las bendiciones de Dios.
Yo creo que cuando Isaías pronunció estas palabras en su oración pidiendo a Dios “si rasgaras los cielos y descendieras”, el profeta estaba recordando una experiencia que tuvo mucho antes y que encontramos en Isaías 6:1-8. En esta ocasión, Isaías había sido trasladado al cielo y había recibido el encargo y la unción para su vida y ministerio profético. Él lo cuenta con estas palabras: “El año en que murió el rey Uzías vi yo al Señor sentado sobre un trono alto y sublime, y sus faldas llenaban el templo.” (Isaías 6:1).
En los siguientes versículos, Isaías relata cómo se encontró en la presencia de Dios. Habla de seres angélicos que rodean el trono clamando “¡Santo, santo, santo, Jehová de los ejércitos! ¡Toda la tierra está llena de su gloria!” (Isaías 6:3). Nos habla de la manifestación visible de la gloria de Dios. Relata cómo, de repente y de forma sobrecogedora, estando en la presencia de la santidad de Dios, se dio cuenta de su pecado. Pensaba que seguramente moriría en este lugar tan santo donde de repente se encontraba. Pero fue en ese mismo lugar donde encontró gracia y su pecado fue expiado con fuego santo. Fue también en este lugar donde su vida y destino cambiaron para siempre. Nunca sería el mismo.
Prestemos atención a lo que los ángeles clamaban. No decían “los cielos están llenos de su gloria”, sino “la tierra está llena de su gloria”. Esta fue una revelación profética de un tiempo que aún estaba por venir y del que nos dice la Biblia: “Porque la tierra se llenará del conocimiento de la gloria de Jehová, como las aguas cubren el mar” (Habacuc 2:14).
Cuando Isaías pidió que Dios rasgara los cielos y descendiera a la tierra, le estaba pidiendo cumplir con la promesa profética que había recibido en una visión muchos años antes. Lo que estaba diciendo en realidad era “Dios, si la tierra debe estar llena de tu gloria, es necesario que rasgues los cielos y bajes a la tierra”. Isaías se dio cuenta de que era necesario que Dios rasgase los cielos para hacer realidad su propósito con este mundo.
Jesús dijo de sí mismo que era más que un profeta o un rabino, más que un salvador político y más que un rey. Dijo que era un puente entre la tierra y el cielo, una conexión entre Dios y el hombre, la puerta que Dios abrió en el mundo para darnos acceso directo a los lugares celestiales.
Se contesta la oración de Isaías
Muchas personas siguen orando la oración de Isaías para que Dios abra los cielos y baje a la tierra. Claman con tono deprimido como un mendigo pidiendo por unas migas de pan. Pero amigos, la buena noticia es que la oración de Isaías fue contestada hace ya 2.000 años. Dios verdaderamente rasgó los cielos y bajó a la tierra en la persona de Jesús. ¿Existe acto más dramático que el efectuado en la cruz del Calvario? Ese día la tierra se abrió, la cortina del templo fue rasgada en dos de arriba abajo, y el precioso cuerpo de Cristo quebrantado con el único fin de que el cielo pudiese invadir la tierra.
Sobre Él, los ángeles de Dios ascienden y descienden sobre nosotros. A través de Él, todos los recursos de Dios son activados y las necesidades de los hombres pueden ser saciadas. Por Él, el hombre puede ser reconciliado con Dios y la ira de Dios es apaciguada.
Dios rasgó los cielos y descendió. Derrumbó la antigua barrera que dividía el cielo y la tierra, y hoy todas las riquezas y los recursos de Dios están disponibles para todo aquél que las acepte en fe y mediante la oración.
Hebreos 10:19-22 dice: “Así que, hermanos, tenemos libertad para entrar en el lugar santísimo por la sangre de Jesucristo por el camino nuevo y vivo que él nos abrió a través del velo, esto es, de su carne. También tenemos un gran sacerdote sobre la casa de Dios. Acerquémonos, pues, con corazón sincero, en plena certidumbre de fe, purificados los corazones de mala conciencia y lavados los cuerpos con agua pura.”
Dios quiere que nos acerquemos a Él en oración y con la certeza y confianza que su provisión siempre será suficiente. Hoy podemos entrar en la presencia de Dios con confianza, con una conciencia pura y un corazón lleno de fe, sabiendo que Dios ya ha destruido todo lo que nos separa de Él mediante la sangre de Cristo. Dios verdaderamente nos ha entregado las llaves del reino de los cielos.
Es a través de la oración que activamos este poder increíble. Alguien dijo alguna vez: “La oración es la inagotable oportunidad de nuestra vida”. La oración de Isaías fue contestada. Dios rasgó los cielos. Trabajemos ahora para traer el cielo a la tierra.

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