ORAR
BAJO CIELOS ABIERTOS
En el libro de Isaías encontramos una
de las oraciones de intercesión más extraordinarias de la Biblia, cuando el
profeta clama a Dios con estas palabras: “¡Si rasgaras los cielos y
descendieras y ante tu presencia se derritieran los montes como fuego abrasador
de fundiciones, fuego que hace hervir las aguas! Así harías notorio tu nombre a
tus enemigos y las naciones temblarían ante tu presencia!” (Isaías 64:1-2).
Isaías clamaba a Dios para que abriera
los cielos y se revelara a sí mismo al mundo para que el mundo le viera tal y
como Isaías le había visto. Sus palabras están llenas de pasión.
Dentro del corazón de cada persona que
desea conocer a Dios de forma personal y encontrarse con él, hay un anhelo
profundo. Este anhelo que impregna las palabras del profeta también reside en
lo más profundo de nuestro ser y no hace nada más que reflejar el hecho de que
el hombre fue, en su principio, creado en la imagen de Dios y con la capacidad
de conocerle y experimentarlo personalmente.
El hombre que fue diseñado para vivir
una relación estrecha y directa con Dios, de repente fue separado de Aquél con
quien estaba destinado a caminar en perfecta armonía durante toda la eternidad.
Por causa del pecado de Adán se levantó una barrera que divide los dos mundos,
el natural y el sobrenatural, separando el mundo físico de la humanidad caída
de las regiones espirituales llenas de la plenitud de la presencia, del poder y
de las bendiciones de Dios.
Yo creo que cuando Isaías pronunció
estas palabras en su oración pidiendo a Dios “si rasgaras los cielos y
descendieras”, el profeta estaba recordando una experiencia que tuvo mucho
antes y que encontramos en Isaías 6:1-8.
En esta ocasión, Isaías había sido trasladado al cielo y había recibido el
encargo y la unción para su vida y ministerio profético. Él lo cuenta con estas
palabras: “El año en que murió el rey Uzías vi yo al Señor sentado sobre un
trono alto y sublime, y sus faldas llenaban el templo.” (Isaías 6:1).
En los siguientes versículos, Isaías
relata cómo se encontró en la presencia de Dios. Habla de seres angélicos que
rodean el trono clamando “¡Santo, santo, santo, Jehová de los ejércitos! ¡Toda
la tierra está llena de su gloria!” (Isaías
6:3). Nos habla de la manifestación visible de la gloria de Dios. Relata
cómo, de repente y de forma sobrecogedora, estando en la presencia de la
santidad de Dios, se dio cuenta de su pecado. Pensaba que seguramente moriría
en este lugar tan santo donde de repente se encontraba. Pero fue en ese mismo lugar
donde encontró gracia y su pecado fue expiado con fuego santo. Fue también en
este lugar donde su vida y destino cambiaron para siempre. Nunca sería el
mismo.
Prestemos atención a lo que los
ángeles clamaban. No decían “los cielos están llenos de su gloria”, sino “la
tierra está llena de su gloria”. Esta fue una revelación profética de un tiempo
que aún estaba por venir y del que nos dice la Biblia: “Porque la tierra se
llenará del conocimiento de la gloria de Jehová, como las aguas cubren el mar” (Habacuc 2:14).
Cuando Isaías pidió que Dios rasgara
los cielos y descendiera a la tierra, le estaba pidiendo cumplir con la promesa
profética que había recibido en una visión muchos años antes. Lo que estaba
diciendo en realidad era “Dios, si la tierra debe estar llena de tu gloria, es
necesario que rasgues los cielos y bajes a la tierra”. Isaías se dio cuenta de
que era necesario que Dios rasgase los cielos para hacer realidad su propósito
con este mundo.
Jesús dijo de sí mismo que era más que
un profeta o un rabino, más que un salvador político y más que un rey. Dijo que
era un puente entre la tierra y el cielo, una conexión entre Dios y el hombre,
la puerta que Dios abrió en el mundo para darnos acceso directo a los lugares
celestiales.
Se contesta la oración de Isaías
Muchas personas siguen orando la
oración de Isaías para que Dios abra los cielos y baje a la tierra. Claman con
tono deprimido como un mendigo pidiendo por unas migas de pan. Pero amigos, la
buena noticia es que la oración de Isaías fue contestada hace ya 2.000 años.
Dios verdaderamente rasgó los cielos y bajó a la tierra en la persona de Jesús.
¿Existe acto más dramático que el efectuado en la cruz del Calvario? Ese día la
tierra se abrió, la cortina del templo fue rasgada en dos de arriba abajo, y el
precioso cuerpo de Cristo quebrantado con el único fin de que el cielo pudiese
invadir la tierra.
Sobre Él, los ángeles de Dios
ascienden y descienden sobre nosotros. A través de Él, todos los recursos de
Dios son activados y las necesidades de los hombres pueden ser saciadas. Por
Él, el hombre puede ser reconciliado con Dios y la ira de Dios es apaciguada.
Dios rasgó los cielos y descendió.
Derrumbó la antigua barrera que dividía el cielo y la tierra, y hoy todas las
riquezas y los recursos de Dios están disponibles para todo aquél que las
acepte en fe y mediante la oración.
Hebreos
10:19-22 dice:
“Así que, hermanos, tenemos libertad para entrar en el lugar santísimo por la
sangre de Jesucristo por el camino nuevo y vivo que él nos abrió a través del
velo, esto es, de su carne. También tenemos un gran sacerdote sobre la casa de
Dios. Acerquémonos, pues, con corazón sincero, en plena certidumbre de fe,
purificados los corazones de mala conciencia y lavados los cuerpos con agua
pura.”
Dios quiere que nos acerquemos a Él en
oración y con la certeza y confianza que su provisión siempre será suficiente.
Hoy podemos entrar en la presencia de Dios con confianza, con una conciencia
pura y un corazón lleno de fe, sabiendo que Dios ya ha destruido todo lo que
nos separa de Él mediante la sangre de Cristo. Dios verdaderamente nos ha
entregado las llaves del reino de los cielos.
Es a través de la oración que
activamos este poder increíble. Alguien dijo alguna vez: “La oración es la
inagotable oportunidad de nuestra vida”. La oración de Isaías fue contestada.
Dios rasgó los cielos. Trabajemos ahora para traer el cielo a la tierra.
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